Quiero que escuchen, señores,
lo que me ocurrió aquel día
que picaban las calores
¡Menudo bochorno había!
Le rezo a mi virgencita,
que me acompaña y me guía
como camino de flores.
Ya en el tren –acomodado
como los grandes señores-
tranquilidad, fantasía
y a la ciudad me he llegado.
Encuentro una tienda sita
en un tramo de la vía
con aire acondicionado
-ese que uno necesita
cuando el sol le ha trastocado-
y le hago, pues, la visita.
La ropa que ando buscando
veo que está en su interior.
Entro y me quedo pensando:
“Esa joven tan bonita…
¡Qué sola se está quedando
dentro del aparador!
¿A quién estará esperando?
¿Qué busca o qué necesita?
¿La acompaña algún señor?”
Me acerco apuesto y ligero
y le digo: “Señorita:
que me ayude a encontrar quiero
lo que he venido a buscar.
Además de inexperiencia
tengo muy poca paciencia
y yo quisiera comprar
un traje de caballero,
la camisa, la corbata
y –si me llega el dinero-
la invito a usted a tomar
un café con crema y nata
o lo que guste mandar”.
Su silencio me incomoda
y su mirada perdida
me está queriendo indicar
que quizás meta la pata
si llegara a insinuar
que busco noviazgo y boda.
Pero yo no me amilano.
Con actitud decidida
cojo su mano extendida,
pongo encima la otra mano…
Noto que todo es en vano,
doy dos pasos para atrás,
miro hacia lo dependient
es,
es,
sonrío, enseño los dientes
y sin demorarlo más
me marcho de aquella tienda.
Es terrible cuando sientes
vergüenza por la tremenda
y gran equivocación
que he cometido yo aquí,
declarando mi intención
a una mujer-maniquí.
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